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Movidos los nobles de la fama de algunos hábiles y valientes moros, quisieron competir con Muza, con Gazul, con Malique-Alabez y otros granadinos que se distinguían en la lid con los toros, a cuyo objeto se proporcionaron los mejores que se hallaron en la sierra de Ronda.
La admiración pública, la novedad, y, sobre todo, el espíritu algún tanto feroz de aquellos tiempos de guerra y de incivilización, contribuyeron no poco a poner en boga esta diversión, y después dos causas principales las acabaron de establecer: la galantería, que comenzó a mezclarse en todas las acciones de los hombres, y el no haberse desdeñado los reyes mismos algunas veces de dejar el cetro para empuñar el rejoncillo. La influencia del ejemplo de éstos, como ha sucedido siempre, arrastró la opinión general, y no hubo noble que no quisiese imitar al monarca en el disputar los premios que la hermosura adjudicaba por su mano al valor, o tal vez a las fuerzas de flaqueza que sabía sacar el amor propio aun del corazón de los más tímidos que querían aspirar al de las bellezas de aquellos tiempos.
Como los toros era una fiesta privativa de los nobles, le era prohibido a la plebe el entrometerse en ella hasta el toque de desjarrete, el que sonaba después que los caballeros habían alanceado completamente al toro. Entonces, la multitud se arrojaba a la plaza, no de otro modo que en nuestras insoportables y brutales novilladas, armada de palos, chuzos y venablos, y corría atropelladamente a matar al toro como podía; pero éste, que no siempre era del parecer de la plebe, sino que solía dar en llevar la contraria, era causa de que en estas ocasiones ocurrían no pocas desgracias. Y entonces, el infeliz inexperto e imprudente que tenía la desgracia de ver la función desde las astas del animal no debía esperar auxilio alguno de parte de la nobleza, que tenía por vil y degradante salvar la vida de un plebeyo. Esta nobleza, bien distinta de la que aplaudía a Terencio cuando resonaba el teatro romano con aquel dicho del poeta: «Homo sum, nihil humani a me alienum puto», no podía dejar la silla a no ser que perdiese el rejón, la lanza, el guante o el sombrero, en cuyo caso no podía volver a montar sin haber dado antes muerte a la fiera y recobrado la prenda perdida.