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-¿Envidia, señora? ¿A mí? -contestó Elvira con curiosidad.
-Sí; ¿qué puedes desear? Tienes un marido que te ama y de quien te casaste enamorada; tu posición en el mundo te mantiene a cubierto de los tiros de la ambición y de las intrigas de la Corte...
-¿Y es doña María de Albornoz, la rica heredera y la esposa del ilustre don Enrique de Villena, quien tiene envidia a la mujer de un hidalgo particular?...
-¿De qué me sirve ser la esposa de ese ilustre don Enrique si lo soy sólo en el nombre? Mira lo que en este momento está pasando; tres días hace ya que partió a caza de montería; en esos tres días Fernán Pérez de Vadillo ha venido dos veces a ver a su mujer, y el conde de Cangas y Tineo prefiere a la vista de la suya la de los jabalíes y ciervos del soto. Elvira, si se hicieran las cosas dos veces, doña María de Albornoz no volvería a dar su mano a un hombre cuyos sentimientos no le fuesen bien conocidos, ¡maldita razón de estado!, a un hombre de quien no supiese con seguridad que había de ser el mismo con ella a los tres años que a los tres días.
-¿Dónde está, señora, ese caballero? -preguntó con distracción Elvira, lanzando un suspiro-. ¿Dónde está?
-¿Dónde está? -repitió asombrada la de Albornoz-. ¿Tan dificil crees encontrar un esposo que me ame más que don Enrique?
-Si me lo permitís, diré que no sería difícil; pero desde que un esposo os ame más que don Enrique hasta el hombre que buscabais hace poco hay la misma distancia que hay desde la idea imaginaria que del matrimonio os habéis formado, hasta la realidad de lo que es este vínculo en sí verdaderamente.
-No te entiendo, Elvira.
-¿Y me entenderíais si os dijera que hace tres años que me casé enamorada con Fernán Pérez de Vadillo, y que él no lo estaba menos según todas las pruebas que de ello me tenía dadas, y si os añadiese que ni yo encuentro ya en mi excelente esposo el amante por más que le busco ni él acaso encontrará en mí a la Elvira de nuestros amores?