El doncel de don Enrique (Mariano Jose de Larra) Libros Clásicos

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-Dices bien; me ocurre que la llegada del caballero que a todo correr entró esta mañana en el alcazar pudiera tener algo de común con esta sorpresa...
-¿Qué motivos tienes, señora, para presumir?...
-Motivos..., ninguno...; pero mi corazón me engaña rara vez; y aun si he de creer a sus pensamientos, nada bueno me anuncia este suceso.
-¿Pero sabes, señora, quién fuese el caballero?
-Hanme dicho sólo que venía con un su escudero de Calatrava.
-¿De Calatrava? ¿Y no sabes más?...
-Dicen que es un caballero que viene todo de negro...
-¿De negro?
-Quien me ha dado estos detalles ha dicho que no sabía más del particular; pero paréceme, Elvira, que te ha suspendido esta escasa noticia que apenas basta para fijar mis ideas. ¿Conoces algún caballero de esas señas?...
-No, señora... son tan pocas las que me das...
-Estás, sin embargo, inmutada...
-Guiomar está aquí ya -interrumpió Elvira, como aprovechando esta ocasión que la libraba de tener que dar una explicación acerca de este reparo de la condesa-: ella nos dará cuenta de...
-Guiomar -dijo levantándose doña María de Albornoz-, Guiomar, ¿es mi esposo quien ha llegado?
-Sí señora, es don Enrique de Villena.
-Elvira, nuestros esposos.
-No, señora, viene sólo con su juglar y con el escudero del caballero del negro penacho, que llegó esta mañana al alcázar.
-Mi corazón me decía que tenía algo de común un suceso con el otro... ¿Y por qué tarda en llegar a los brazos de su esposa, Guiomar?
-Señora, no puedo satisfacer a tu pregunta: ni yo he visto a tu señor ni le han visto en la cámara del Rey todavía.
-¿No?
-Parece que se ha dirigido en cuanto ha llegado a preguntar por la habitación del caballero recién venido de Calatrava.
-¡Qué confusión en mis ideas! Despejad vosotras, siento pasos de hombres; ellos son; Elvira, permanece tú sola a mi lado.
Oíanse, efectivamente, las pisadas aceleradas de varias personas, y se podía inferir que trataban andando cosas de más que de mediana importancia, porque se paraban de trecho en trecho; volvían a andar y volvían a pararse, hasta que se les oyó en el dintel mismo del gran salón.

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