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dejo que me favorezca,
obligándome a que haga
de la infamia conveniencia,
de que otro con mi nombre
y mi estado la pretenda;
y voy a qué fin tendrá
una plática tan nueva,
que apenas halla ejemplar;
y si le halla, será apenas.
Mi tío es fuerza que encuentre
con este fingido César;
y cuando él no le conozca,
por el consiguiente es fuerza,
a la fama de que ya
le halló, de mi patria vengan
vasallos que a él desconozcan
y a mí me conozcan. ¡Ea,
ingenio! ¿Qué hemos de hacer,
para que esto no suceda,
hasta hallar un medio airoso
yo, en que declararme pueda?
Sólo uno se me ofrece.
Este joven, cosa es cierta,
que, en viendo que en sus alcances
andan, parecer no quiera;
que claro está que no espere
ver su traición descubierta:
luego avisárselo importa;
pues, no pareciendo él, queda
mi secreto resguardado.
¡Quién adónde está supiera,
antes que con él mi tío
diese, para que en su ausencia
yo procure declararme
con Serafina, y que sepa
quién soy! Mas ¡ay infelice!
Que si ella ofendida trueca
los favores en venganzas,
es preciso que la pierda.
Pero ¿ha de faltar alguna
amorosa estratagema
para decirla quién soy,
con tal industria que pueda
no pesarme de lo dicho?
Mas la industria ha de ser ésta:
¿de la comedia el papel
no es de galán?
Salen por un lado LISARDA y por otro CARLOS
CARLOS: ¡Celia!
LISARDA: ¡Celia!
CÉSAR: (Aquí se queda la industria
remitida a la experiencia.)
¿Qué es, Carlos, lo que mandáis?
César, ¿qué es lo que queréis?
CARLOS: Que un instante me escuchéis.
LISARDA: Que una palabra me oigáis.
CÉSAR: A vos iré, porque a vos,
César, primero que oíros
tengo también que deciros.
CARLOS: Pues, siendo así que los dos