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Esos círculos de nieve,
esos doseles de vidrio
que el sol ilumina a rayos,
que parte la luna a giros;
esos orbes de diamantes,
esos globos cristalinos
que las estrellas adornan
y que campean los signos,
son el estudio mayor
de mis años, son los libros
donde en papel de diamante,
en cuadernos de zafiros,
escribe con líneas de oro,
en caracteres distintos,
el cielo nuestros sucesos
ya adversos o ya benignos.
Éstos leo tan veloz,
que con mi espíritu sigo
sus rápidos movimientos
por rumbos o por caminos.
¡Pluguiera al cielo, primero
que mi ingenio hubiera sido
de sus márgenes comento
y de sus hojas registro,
hubiera sido mi vida
el primero desperdicio
de sus iras, y que en ellas
mi tragedia hubiera sido;
porque de los infelices
aun el mérito es cuchillo,
que a quien le daña el saber
homicida es de sí mismo!
Dígalo yo, aunque mejor
lo dirán sucesos míos,
para cuya admiración
otra vez silencio os pido.
En Clorilene, mi esposa,
tuve un infelice hijo,
en cuyo parto los cielos
se agotaron de prodigios.
Antes que a la luz hermosa
le diese el sepulcro vivo
de un vientre --porque el nacer
y el morir son parecidos--,
su madre infinitas veces,
entre ideas y delirios
del sueño, vio que rompía
sus entrañas, atrevido,
un monstruo en forma de hombre,
y entre su sangre teñido,
le daba muerte, naciendo
víbora humana del siglo.
Llegó de su parto el día,
y los presagios cumplidos
--porque tarde o nunca son
mentirosos los impíos--,
nació en horóscopo tal,
que el sol, en su sangre tinto,
entraba sañudamente
con la luna en desafío;
y siendo valla la tierra,
los dos faroles divinos
a luz entera luchaban,
ya que no a brazo partido.
El mayor, el más horrendo
eclipse que ha padecido