La caja de cartón (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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Una de estas orejas es de mujer, pequeña, delicadamente modelada, y perforada para llevar un pendiente. La otra es de hombre, bronceada, amarillenta y perforada también para llevar un pendiente. Supongo que estas dos personas han muerto, pues en caso contrario ya hace tiempo que nos habríamos enterado de lo que les sucedió. Hoy es viernes. El paquete fue echado al correo el jueves por la mañana. La tragedia ocurrió, por lo tanto, el martes o el miércoles, o incluso antes. Si las dos personas fueron asesinadas, ¿quién sino su asesino pudo enviar esa muestra de su delito a la señorita Cushing? Podemos suponer que el remitente del paquete es el hombre que buscamos. Pero debió de tener algún motivo poderoso para enviar este paquete a la señorita Cushing. ¿Cuál fue, pues, ese motivo? Debe de haber sido para comunicarle ¡que se había cometido dicho delito!, o tal vez para hacerla sufrir. Mas en ese caso ella debía saber de quién se trataba. ¿Lo sabía, realmente? Lo dudo. Si lo hubiera sabido, ¿por qué iba a llamar a la policía? Podría haber enterrado las orejas, y nadie se hubiera enterado. Eso es lo que habría hecho si hubiese querido proteger al criminal. Pero si no quería protegerlo, habría comunicado su nombre. He aquí un enredo que es preciso resolver.
Se había expresado en voz alta, con suma rapidez, mirando al vacío por encima de la valla del jardín, pero inmediatamente se puso en pie de un enérgico salto y echó a andar en dirección a la casa.
-Tengo que hacerle algunas preguntas a la señorita Cushing -dijo.
-En tal caso, si me lo permite, yo me marcho -dijo Lestrade-, pues tengo entre manos otro asuntillo. Creo que no hay nada más que la señorita Cushing pueda contarme. Me encontrarán en la comisaría de policía.
-Pasaremos a verle de camino a la estación -respondió Holmes.
Poco después él y yo regresamos al salón, donde la impasible dama seguía trabajando tranquilamente en su antimacasar. Al entrar nosotros lo puso encima de su regazo y nos miró con sus ojos azules, de mirada franca y penetrante.
-Estoy convencida, señor -dijo-, de que en todo este asunto hay algún error, que el paquete no iba dirigido a mí. Se lo he dicho varias veces a este caballero de Scotland Yard, pero él se ríe de mí. No tengo ningún enemigo en el mundo, que yo sepa, de modo que ¿por qué iba a gastarme nadie semejante broma?

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