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Bajo aquella luz mortecina pude ver que la persona que había abierto la puerta era un hombrecillo de aspecto corriente, de mediana edad y hombros caídos. Al volverse hacia nosotros, el destello de la luz me hizo ver que llevaba gafas.
»-¿Es el señor Melas, Harold? -preguntó.
»-Sí.
»-¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo! Espero que no nos guarde rencor, señor Melas, pero no podíamos pasarnos sin usted. Si juega limpio con nosotros, no lo lamentará, pero si intenta alguna jugarreta... ¡Que Dios le proteja!
»Hablaba de una manera nerviosa, como a sacudidas, e intercalando pequeñas risitas entre sus frases, pero, no sé por qué, me inspiró más temor que el otro.
»-¿Qué quieren de mí? -pregunté.
»-Tan sólo hacerle unas cuantas preguntas a un señor griego que nos está visitando y comunicarnos sus respuestas. Pero no diga más de lo que se le indique que ha de decir (de nuevo la risita nerviosa), o mejor sería que no hubiera usted nacido.
»Mientras hablaba, abrió una puerta y nos precedió en una habitación que parecía estar muy ricamente amueblada; pero una vez más la única luz la proporcionaba una sola lámpara con su llama muy reducida. La sala era sin duda grande y la manera de hundirse mis pies en la alfombra al atravesarla me indicó su lujo. Capté la presencia de sillas tapizadas en terciopelo, de una alta repisa de chimenea en mármol blanco y de lo que parecía ser una armadura japonesa a un lado de la misma. Había un sillón precisamente bajo la lámpara; el hombre de más edad me indicó por gestos que debía sentarme en él.
»El más joven nos había dejado, pero de repente regresó por otra puerta, acompañando a un hombre vestido con una especie de amplia bata que avanzó lentamente hacia nosotros. Al entrar en el círculo de débil luz que me permitió verle con mayor claridad, me horrorizó su apariencia. Mostraba una palidez mortal y estaba terriblemente enflaquecido, con los ojos salientes y brillantes del hombre cuyo ánimo es mayor que su fuerza. Pero lo que todavía me impresionó más que cualquier signo de debilidad fisica fue el hecho de que su cara estuviera grotescamente cruzada por tiras de esparadrapo, y que una de ellas, mucho más grande que las demás, le tapara la boca.
»-¿Tienes la pizarra, Harold? -exclamó el más viejo, al desplomarse aquel extraño ser en una silla, más bien que sentarse en ella-.