El mercader de Venecia (William Shakespeare) Libros Clásicos

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cielo; si no encuentra esas alegrías en la tierra, le será verdaderamente muy inútil ir a
buscarlas al paraíso. Sí, si los dioses hiciesen alguna apuesta en la que el envite fuesen dos
mujeres terrestres y Porcia una de las dos, seria menester empeñar alguna otra cosa del lado
de la segunda, pues en nuestro pobre y grosero mundo no halla semejante.
LORENZO.- Tienes en mí como marido lo que ella es como mujer.
JESSICA.- Ciertamente. Pedidme también mi opinión sobre eso.
LORENZO.- Es lo que haré más tarde. Vamos primero a cenar.
JESSICA.- No, dejadme alabaros mientras sienta de ello apetito.
LORENZO.- No; reserva tus alabanzas para la sobremesa; lo que digas entonces lo digeriré con
lo demás.
JESSICA.- Muy bien; os haré de ello un buen plato. (Salen.)
Acto IV
Escena I
Venecia. -Una sala de justicia.
Entran el DUX, los Magníficos, ANTONIO, BASSANIO, GRACIANO, SALANIO, SALARINO y otros.
DUX.- Qué, ¿está aquí Antonio?
ANTONIO.- Presente; a las órdenes de vuestra gracia.
DUX.- Lo deploro por ti; pero has sido llamado para responder a un enemigo de piedra, a un
miserable inhumano, incapaz de piedad, cuyo corazón vacío está seco de la más pequeña gota

de clemencia.
ANTONIO.- He sabido que vuestra gracia se había esforzado mucho por lograr que moderase el
encarnizamiento de sus persecuciones; pero, puesto que se mantiene inexorable y no existe
ningún medio legal de substraerme a los ataques de su malignidad, opondré mi paciencia a su
furia y armaré mi espíritu de una firmeza tranquila capaz de hacerme soportar la tiranía y la
rabia del suyo.
DUX.- Que vaya alguno a decir al judío que se presente ante el tribunal.
SALANIO.- Está en la puerta; aquí llega, señor.
(Entra SHYLOCK.)
DUX.- Abrid paso y dejadle que venga frente a nos. Shylock, el público piensa, y yo pienso
también, que tu intención ha sido simplemente proseguir tu juego cruel hasta el último
momento, y que ahora mostrarás una clemencia y una piedad más extraordinarias de lo que
supone tu aparente crueldad. De suerte que en lugar de exigir la penalidad convenida, o sea
una libra de carne de ese pobre mercader, no solamente renunciarás a esa condición, sino que,
animado de generosidad y de ternura humana, cederás una mitad del principal, considerando

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