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Harvey le explicó que para hacer esto último necesitaba la aprobación de su supervisor.
-Y yo sabía que esto -nos dijo Harvey-, provocaría una explosión por parte de mi jefe. Mientras trataba de decidir cómo manejar esta situación, comprendí que todo el problema había salido de un error mío, y tendría que admitirlo así.
"Entré en la oficina de mi jefe, le dije que había cometido un error, y después le hice un informe completo de los hechos. Replicó de modo explosivo que era culpa del departamento de personal. Repetí que la culpa era mía. Volvió a explotar contra el descuido del departamento contable. Una vez más le expliqué que la culpa era toda mía. Culpó a otras dos personas de la oficina. Pero cada vez yo repetía que era culpa mía. Al fin me miró y me dijo: `De acuerdo, es culpa suya. Arréglelo como mejor le parezca´. El error fue corregido y no hubo problemas para nadie. Me sentí muy satisfecho porque pude manejar una situación tensa y tuve el valor de no buscar excusas. Desde entonces mi jefe me respetó más."
Cualquier tonto puede tratar de defender sus errores -y casi todos los tontos lo hacen-, pero está por encima de los demás, y asume un sentimiento de nobleza y exaltación quien admite los propios errores. Por ejemplo, una de las cosas más bellas que registra la historia de Robert E. Lee es la forma en que se echó toda la culpa por el fracaso de la carga de Pickett en Gettysburg.
La carga de Pickett fue sin duda el ataque más brillante y pintoresco que jamás ha ocurrido en el mundo occidental. El mismo general George E. Pickett era pintoresco. Usaba tan largos los cabellos que sus rizos castaños le tocaban casi los hombros; y, como Napoleón en sus campañas de Italia, escribía ardientes cartas de amor día por día en el campo de batalla. Sus soldados, adictos a él, lo saludaron con vítores aquella trágica tarde de julio en que emprendió la marcha hacia las líneas de la Unión, la gorra requintada sobre la oreja derecha. Le dieron vítores y lo siguieron, hombro contra hombro, fila tras fila, estandartes al viento y bayonetas resplandecientes al sol. Era un gallardo espectáculo. Osado. Magnífico. Un murmullo de admiración corrió por las líneas de la Unión al avistarlo.
Las tropas de Pickett avanzaron con paso fácil, a través de huertos y maizales, a través de un prado, y sobre una quebrada.