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Tenga compasión del pobre diablo.
Apiádese de él. Simpatice con él. Dígase: "Ese, si no fuera por la gracia de Dios, podría ser yo".
Las tres cuartas partes de las personas con quienes se encontrará usted mañana tienen sed de simpatía. Déles esa simpatía, y le tendrán cariño.
Yo pronuncié cierta vez una conferencia radiotelefónica acerca de la autora de «Mujercitas», Louisa May Alcott. Naturalmente, yo sabía que había vivido y escrito sus libros inmortales en Concord, Massachusetts. Pero, sin pensar en lo que decía, hablé de una visita hecha por mí a su viejo hogar en Concord, Nueva Hampshire. Si hubiese dicho Nueva Hampshire sólo una vez, se me podría haber perdonado. Pero, desgraciadamente, lo dije dos veces. Me vi asediado por cartas y telegramas, agrios mensajes que giraban en torno a mi indefensa cabeza como un enjambre de avispas. Muchos de ellos mostraban indignación. Unos pocos eran insultantes. Una dama colonial, criada en Concord, Massachusetts, y residente por entonces en Filadelfia, volcó en mí su ira más ardiente. No podría haberse mostrado más punzante si yo hubiese dicho que la Srta. Alcott pertenecía a una tribu de caníbales. Al leer la carta, reflexioné: "Gracias a Dios que no me he casado con esta señora". Tuve impulsos de escribirle manifestándole que, si bien yo había cometido un error geográfico, ella lo había cometido en cuanto a cortesía. Esa iba a ser mi frase inicial. Después, ya vería lo que pensaba de ella. Pero no lo hice. Me dominé. Comprendí que cualquier tonto acalorado haría lo mismo.
Yo quería estar por encima de los tontos. Por eso decidí tratar de convertir esa hostilidad en amistad. Sería una especie de desafío, una especie de juego para mí. Me dije: "Después de todo, si yo estuviera en su lugar, pensaría probablemente lo mismo que ella". Así, pues, decidí simpatizar con su punto de vista. Tuve que ir a Filadelfia, y no tardé en llamarla por teléfono. La conversación fue algo así:
YO: Señora Fulana de Tal, usted me escribió una carta hace pocas semanas, y quiero darle las gracias.
ELLA (en tono culto, bien educado): ¿Con quién tengo el honor de hablar?
YO: Usted no me conoce. Me llamo Dale Carnegie. Hace unos pocos domingos di una conferencia sobre Louisa May Alcott, y cometí el error imperdonable de decir que había vivido en Concord, Nueva Hampshire.