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A
pesar de esto, y habiéndose asustado de la batalla que ya consideraban
próxima, me abandonaron tan totalmente que me quedé solo en medio de la
calle, mientras los nuevos agresores iban haciendo una carnicería de
cuanto a su paso encontraban. A vosotros dejo el pensar cómo no tomaría yo
la carrera de mi fuga, puesto que tenía que temer tanto a los de un bando
como a los del otro. En poco tiempo me alejé del tumulto, y cuando ya iba
a preguntar por el camino de la puerta, un torrente de gentes que huían de
la refriega desembocó en mi calle. No pudiendo oponerme a la corriente de
la muchedumbre determiné seguirla; y ya fatigado por andar durante tanto
tiempo, topé al final con una puertecilla muy obscura, en la que me
interné en revuelta confusión con otros de los que huían. Una vez dentro
atrancamos las puertas, y luego que todo el mundo recobró el aliento, uno
de ellos dijo: «Camaradas, si vos me creéis, cerremos los dos postigos y
hagámonos fuertes en el patio». Estas espantosas palabras hirieron mis
oídos con tan agudo dolor que creí caer muerto en la plaza. ¡Ay de mí!
Luego me di cuenta de que en vez de salvarme en un asilo, como yo creía,
me había metido sin darme cuenta en una prisión, pues era imposible
escapar de la vigilancia de sus vigilantes. En seguida, contemplando más
atentamente al hombre que me había hablado, le reconocí y vi que era uno
de los arqueros que durante tan largo camino me habían perseguido.
Entonces un sudor frío me brotó de la frente, me puse muy pálido y casi
estuve a punto de desvanecerme. Al verme tan pálido, todos, estremecidos
de compasión, fueron a pedir agua y se acercaron luego para socorrerme;
por desdicha mía, el maldito arquero fue de los más prestos, y así que