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hubo puesto en mí sus ojos me reconoció. Hizo una seña a sus compañeros, y
en seguida me saludaron todos con estas palabras: «Os hacemos prisionero
en nombre del rey». Dichas las cuales, y sin ninguna otra ceremonia, quedé
encarcelado.
Permanecí en un calabozo subterráneo hasta la tarde, en que todos los
carceleros, uno tras otro, vinieron a verme para que, haciendo una
escrupulosa disección de todas las partes de mi rostro, se les quedase
éste grabado en el lienzo de su memoria.
Ya a las siete sonadas, el ruido de un gran llavero dio la señal de
retreta; se me preguntó si quería que me condujesen a un calabozo de pago
que costaba un escudo; yo contesté que sí inclinando la cabeza. «¡Pues
venga el dinero!», me replicó el carcelero. Comprendí yo entonces que
estaba en un sitio donde tendría que soltar muchos más escudos, y por ello
le rogué que si su cortesía no le permitía resolverse a abrirme un crédito
hasta el día siguiente, le dijese de mi parte al calabocero que me
devolviesen los escudos que me habían cogido. «A fe mía -me contestó este
tunante-, nuestro calabocero tiene demasiado corazón para devolver nada a
nadie. ¿O es que por vuestras hermosas narices...? ¡Bah!, vamos, vamos a
los calabozos subterráneos». En diciendo estas palabras me indicó el
camino con un golpe sonoro de su llavero, cuya pesadez me hizo caer y
resbalarme de arriba abajo desde una altura obscura hasta el pie de una
puerta que vino a detenerme; y no hubiese advertido que este obstáculo de
mi caída era en efecto una puerta, sin el estropicio de mi tropezón, pues
al toparla con la cabeza advertí lo que no pude ver con los ojos, que se
me habían quedado en lo más alto de la escalera prendidos de una antorcha
que sostenía, ochenta escalones más arriba, el verdugo de mi carcelero.