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desde el día anterior no habían visto a su dueño y que ignoraban su
paradero. Este accidente no me afligió nada porque en seguida me vino al
pensamiento que probablemente habría ido a la corte para solicitar mi
rescate. Por lo cual, sin asombrarme, puse manos a la obra. Durante ocho
días carpinteé, acepillé, encolé, en fin, construí la máquina que voy a
describiros.
Consistía en una gran caja muy ligera que se cerraba con precisa
exactitud; tenía aproximadamente seis pies de altura y tres o cuatro de
ancho. Esta caja estaba agujereada por bajo y por encima de la tapa, que
también estaba agujereada; yo puse sobre ésta una vasija de cristal,
también agujereada, que tenía la forma de un globo, pero muy amplia y cuyo
gollete venía a parar y se encajaba en el agujero que yo había hecho en su
montera.
La vasija estaba hecha de propósito con muchos ángulos y en forma de
icosaedro para que merced a la disposición en facetas, a la vez cóncavas y
convexas, mi bola produjese el efecto de un espejo ardiente.
Ni mi calabocero ni mis carceleros subían una sola vez a mi
habitación que no me hallasen ocupado en este trabajo; pero no se
asombraban de ello a causa de las maravillas de mecánica que veían en mi
cuarto y de las cuales yo me consideraba el inventor. Entre otras muchas
de esas maravillas había un reloj de viento, un ojo artificial, con el que
se podía ver de noche, y una esfera en la cual los astros seguían el mismo
movimiento que tienen en el cielo. Todo esto bastaba a convencerles que la
máquina en la que yo trabajaba era una curiosidad semejante; además de
esto, el dinero con que Colignac les untaba, les hacía ir dulcemente por
muy difíciles pasos. Así ordenadas todas las cosas, a las nueve de la