Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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mañana, cuando mi calabocero había bajado y el cielo estaba obscurecido,
puse yo mi máquina en lo más alto de mi torre, es decir, en el lugar más
descubierto de la terraza. Se cerraba la máquina tan herméticamente que ni
un soplo de aire podía introducirse en ella si no es por las dos
aberturas; dentro de la máquina había yo puesto una ligera tabla que me
servía de asiento.
Una vez que todo estuvo dispuesto de esta guisa, me encerré yo
dentro, y así estuve cerca de una hora esperando lo que la fortuna
quisiera hacer de mí.
Cuando el Sol, libre ya de las nubes que le empañaban, comenzó a
alumbrar mi máquina, el icosaedro transparente de ésta, que recibía a
través de sus facetas los tesoros del Sol, esparcía por su boca la luz en
mi celda, y como este esplendor se iba debilitando porque los rayos no
podían replegarse hasta mí sin romperse muchas veces, su vigorosa claridad
ya disminuida convertía mi encierro en un pequeño cielo de púrpura
esmaltado de oro.
Estaba yo extasiado contemplando la belleza de tan matizado color,
cuando de pronto noté que mis entrañas me temblaban del mismo modo que las
sentirían palpitar los que de pronto se notasen aupados por una polea.
Ya iba yo a intentar abrir mi encierro para averiguar la causa de
esta emoción, pero al adelantar la mano advertí, por el agujero del piso
de mi caja, que mi torre estaba ya muy por debajo de mí y que mi pequeño
castillo, andando por el aire, en un santiamén me hizo ver a la ciudad de
Tolosa hundiéndose en la Tierra. Este prodigio me dejó asombrado, y no
tanto a causa de un esfuerzo tan súbito como por el espantoso arranque de
la razón humana con el éxito de un propósito que con sólo imaginarlo me

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