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, Observé que manejaba mi sombrero como si estuviera acostumbrada a realizar tal trabajo y le agradara hacerlo. Le di las gracias por haber reparado tan pronto y tan bien el daño, y ella me dijo, con el sombrero en la mano, como si no le agradara separarse de él: "Estoy acostumbrada a hacer sombreros y nunca los habría dejado, si no tuviera a mi cargo mi familia. Tomé la tienda con la esperanza de ganar más dinero, ya que en el barrio hacía falta una cosa así, pero mi madre se puso enferma y necesita muchos cuidados; así que no pude dejarla, y los médicos cuestan caros, las épocas son malas y tuve que dejar mi oficio y dedicarme a vender agujas y alfileres y cosas por el estilo".
Ella era una excelente mímica e imitaba a la perfección el acento nasal de Vermont de la vendedora, haciendo un gesto lastimoso con su fresca carita, y ofreciendo un retrato tan acertado de la pobre señora Almira Miller, que las que la habían visto la reconocieron en seguida y se echaron a reír alegremente.
-Mientras murmuraba unas cuantas frases, condoliéndome de su mala suerte -continuó Ella-, una voz seca llamó desde la habitación de detrás: "¡Almiry! ¡Almiry!, ven aquí´. Parecía un loro enojado, pero era la anciana, y estaba poniéndome el sombrero cuando la oí preguntar quién estaba en la tienda, y de qué estábamos "charlando". Su hija se lo dijo y la pobre vieja le pidió que "hiciera entrar a la muchacha"; así que entré, dispuesta a divertirme como de costumbre. Era una pieza oscura, pequeña y triste, pero tan limpia como el oro y en la cama estaba sentada una verdadera abuela Smallweed, fumando una pipa, con una gran gorra, una caja de rapé y un pañuelo de algodón rojo. Era una ancianita pequeña y acecinada, tan morena como un grano de café, con ojos como cuentas negras, nariz y barbilla que casi se unían y manos como las patas de un pájaro. Pero nunca habréis visto una viejecita más animada, vehemente, curiosa y franca, y no sé adónde habría parado yo cuando ella empezó a hacerme preguntas, a reñirme y final-mente a exigirme que "la gente debía venir a comprar a la tienda de Almiry después de haberle prometido que lo harían y haberla obligado a aceptar un contrato con sus mentiras". A mí me entraron ganas de reírme, pero no me atreví a hacerlo, así que la dejé hablar, porque su hija había salido para atender a unos clientes.