Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Ávida de encontrar material para sus cuentos, se empeñaba en que sus argumentos fuesen originales aunque la ejecución distase mucho de ser magistral. Escudriñaba, pues, en los diarios buscando accidentes, incidentes y crímenes; llegó a despertar las sospechas de la bobliotecaria por su pedido de un libro sobre venenos; estudiaba los rostros de la gente que veía en la calle y de los personajes, buenos, malos y regulares que tenía a su alrededor; desenterró del polvo de los tiempos hechos y ficciones tan viejos que equivalían a nuevos y se sumergió motu proprio en el mundo de la locura, la necedad, el pecado, la desgracia y el dolor, tanto como se lo permitieron sus limitadas oportunidades. Ella creía ir mejorando mucho su personalidad, pero, inconscientemente, comenzaba a profanar los atributos más femeninos del carácter de una mujer.
Más que percibirlo, llegó a sentirlo instintivamente, ya que de tanto describir pasiones y sentimientos de los demás se puso a estudiar y a especular sobre los propios. Es ésa una diversión mórbida a que no suelen entregarse voluntariamerte las mentes jóvenes y sanas.
No sé si habrá sido el estudio de Shakespeare que le ayudó a interpretar el carácter o si fue simplemente el instinto natural que tiene toda mujer para apreciar lo que es honesto, valiente y fuerte; la cuestión fue que mientras Jo dotaba a sus héroes imaginarios con todas las perfecciones posibles, descubría al propio tiempo a un héroe viviente que le interesaba a pesar de sus muchas imperfecciones humanas. En una de sus conversaciones, el señor Bhaer le había aconsejado que estudiase personajes simples, verdaderos y bellos, donde fuera que los encontrase, simplemente como buena preparación para un escritor. Jo lo tomó al pie de la letra porque se puso tranquilamente a estudiarlo a él.
Por qué lo quería todo el mundo, era algo que intrigaba a Jo al principio. No era rico, ni famoso, ni joven, ni buen mozo. No era tampoco en manera alguna lo que suele llamarse fascinador, ni impresionante ni tampoco brillante; era, sin embargo, tan atrayente como un fuego acogedor, pues la gente parecía juntarse siempre a su alrededor con la misma naturalidad con que rodean una chimenea en invierno. Era pobre, y sin embargo siempre estaba regalando algo; era un extraño en el país y no obstante todo el mundo era su amigo; no era ya joven, pero sí tan alegre como un muchacho; de aspecto ordinario y algo raro, sin embargo su cara parecía hermosa a mucha gente y sus rarezas se le perdonaban fácilmente por lo que él era.

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