Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Jo lo observaba siempre, tratando de descubrir el secreto de su encanto, y por fin decidió que no era otra cosa que su benevolencia la que obraba el milagro. Había arrugas en su frente, pero el Padre Tiempo parecía haberlo tocado con benignidad, seguramente por lo bondadoso que era él con los demás.
-¡Eso es!.. ." -se dijo Jo para sí, cuando por fin, después de todas las cavilaciones anteriores, descubrió que una buena voluntad verdadera hacia nuestros semejantes puede embellecer y dignificar aún a un profesor alemán gordo que se remendaba los calcetines, devoraba la comida y estaba agobiado con el horrible nombre de Bhaer.
Jo valoraba altamente la bondad, pero tenía además un respeto muy femenino por el intelecto, y un pequeño descubrimiento que hizo respecto al profesor aumentó su estima por él. Como nunca hablaba de sí mismo, nadie sabía que en su ciudad natal había sido un hombre altamente honrado y estimado por su erudición y su integridad, y eso no se supo hasta que un compatriota vino a verlo y en una conversación con "miss" Norton divulgó esos gratos hechos. Fue por "miss" Norton que se enteró Jo de todo ello, y mucho más le gustó saberlo porque el señor Bhaer no lo había comentado nunca.
Otro don, mejor aún que el del intelecto, le fue revelado en la forma más inesperada. "Miss" Norton tenía entrada en el mundo literario, que Jo no hubiese tenido nunca oportunidad de conocer a no ser por ella. La solitaria mujer se interesaba por la muchacha ambiciosa, y bondadosamente confería muchos favores de ese tipo a ella y al profesor. Una noche los llevó con ella a un simposio celebrado en honor de varias celebridades.
Jo iba preparada a inclinarse y adorar a los "grandes", a quienes había reverenciado a la distancia con entusiasmo juvenil. Pero su respeto por el genio recibió un fuerte choque esa noche y le llevó bastante tiempo descubrir que aquellas célebres figuras eran al fin de cuentas sólo hombres y mujeres. Imaginémonos su desconcierto y desencanto al deslizar una mirada de tímida admiración a un poeta cuyos versos sugerían un ser etéreo alimentado de "espíritu, fuego y rocío" y contemplarlo devorando su comida con un fervor que hinchaba completamente su fisonomía intelectual. Volviéndose a mirar a otro lado como quien se aleja de un ídolo caído, hizo otros descubrimientos que tuvieron la virtud de disipar rápidamente sus ilusiones románticas.

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