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La muchacha se puso roja de placer ante el elogio, pero, sin saber por qué, no la satisfizo como las francas y un tanto bruscas ponderaciones que antes solía hacerle cuando en ocasiones especiales se paseaba a su alrededor diciéndole que "estaba estupenda" con una sonrisa sincera y un golpecito de aprobación en la cabeza. El nuevo Laurie no le gustó, pues aunque no se podía llamar precisamente hastiado, su elogio sonaba falso.
"Si es que va a hacerse hombre así, prefiero que se quede muchacho", pensó la chica con una sensación curiosa de desencanto e incomodidad, mientras trataba de aparecer alegre y despreocupada.
En el banco encontró las preciosas cartas de los suyos y pasando a Laurie las riendas se puso a leerlas con avidez, mientras seguían los meandros del camino sombreado por los verdes setos donde florecían las rosas té, tan frescas como en pleno junio.
-Beth está bastante mal, la pobrecita, dice mamá. A menudo pienso que debía volverme, pero todos me dicen siempre que me quede y me voy quedando, pues nunca volveré a tener una oportunidad como ésta -dijo Amy interrumpiendo la lectura y muy triste con una de las páginas de la carta.
-Creo que haces bien en quedarte, ya que nada podrías hacer allá, y para ellos es un gran consuelo saber que estás bien, contenta y disfrutando tanto, querida.
La frase y el fraternal "querida" la tranquilizaron un poco, indicándole que si algo pasaba no se encontraría sola en un país extranjero. Siguió la lectura, y en eso soltó la risa mostrando a Laurie un dibujito que había hecho Jo de sí misma con el "traje de escribir", el moño de la cofia parado y saliendo de su boca las palabras: "Arde el genio".
Laurie sonrió, tomó el papel y se lo guardó disimuladamente en el bolsillo del chaleco y luego escuchó, muy interesado, la animada carta que ella leyó.
Cuando terminó a lectura, Amy le dijo:
-Ésta sí que va a ser para mí una verdadera Navidad: regalos por la mañana, tú y las cartas por la tarde y una fiesta por la noche.
Luego ambos se apearon entre las ruinas del viejo fuerte, rodeándolos inmediatamente una bandada de pavos reales espléndidos y mansísimos, esperando a que les diesen de comer. Mientras Amy les arrojaba miguitas, Laurie observaba, a su vez, a la chica, con curiosidad natural por ver qué cambios había operado en ella el tiempo.