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Silenciosa, ejemplar, espectral y magníficamente se desenvuelve esta orgía de etique ta; sólo que en el último momento la emocionada muchachita no puede soportar más esa fría solemnidad. Y en lugar de recibir serena y glacialmente la devota reverencia de su nueva dama de honor, la condesa de Noailles, se arroja, sollozando y como pidiendo auxilio, en sus brazos: bello y conmovedor ademán de abandono que los grandes maestros del ceremonial de uno y otro lado habían olvidado prescindir. Pero el sentimiento no figura en los logaritmos de las reglas de corte. Ya espera fuera la encristalada carroza; ya suenan las campanas de la catedral de Estrasburgo y retumban salvas de artillería; mientras rompen a su alrededor oleadas de aclamaciones, María Antonieta abandona para siempre las dichosas costas de la niñez: comienza su destino de mujer.
La llegada de María Antonieta constituye una inolvidable hora de fiesta para el pueblo francés, hace ya mucho tiempo no obsequiado con tales expansiones. Desde decenios atrás, Es trasburgo no ha visto ninguna futura reina, y acaso nunca ninguna en tal alto grado encantadora como esta muchachilla. Con sus cabellos rubio ceniza, sus esbeltas proporciones, la niña ríe y sonríe con sus azules ojos petulantes, desde detrás de los cristales de la carroza, a la innumerable muchedumbre que, ador nada con sus campesinos trajes alsacianos, se ha precipitado de todas las aldeas y ciudades para aclamar el suntuoso cortejo. Cientos de niñas vestidas de blanco van delante de la carroza arrojando flores; han alzado un arco de triunfo; las puertas de la ciudad están cubiertas de guirnaldas; en la plaza municipal corre vino de las fuentes; bueyes enteros son asados en grandes espetones: gigantescas cestas de pan son repartidas entre los pobres. Por la noche son iluminadas todas las casas; ardientes sierpes de fuego ascienden lamiendo la tome de la catedral; relucen al trasluz, rojamente, los encajes de la fachada gótica de la iglesia. Por el Rin se deslizan incontables barcas y nave cillas, que llevan farolitos como naranjas candentes y en las que arden antorchas de colores; entre los árboles, resplande cientes de luz, centellean bolas de cristal multicolores, y en la isla, visible para todos. como final de un grandioso fuego de artificio, llamean en medio de figuras mitológicas los mono granias enlazados del delfín y la delfina. Hasta altas horas de la noche, el pueblo, deseoso de espectáculos, recorre los muelles y calles; numerosas músicas retumban y ganguean; en cien lugares, hombres y muchachas se agitan animosamente al compás de la danza; parece haber venido de Austria, con esta rubia mensajera, una dorada edad de dichas, y una vez más el pueblo francés, amargado y resentido, alza su corazón hacia una alegre esperanza.