Las amistades peligrosas (Choderlos de Laclos) Libros Clásicos

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La señora de Rosemonde quiso subir a su aposento pero la maliciosa enferma pretextó una jaqueca que no le permitía ver a nadie. Bien supone usted que la velada fue corta y que yo tuve también mi jaqueca. Ya en mi habitación, le escribí una larga carta quejándome de su rigor y me acosté con el proyecto de dársela mañana. Dormí mal, como verá usted por la fecha de esta carta. Me levanté y volví a leer mi epístola. He visto que me descuidé un tanto y que muestro más entusiasmo que amor, más enfado que tristeza. Será preciso rehacerla, pero estando más tranquilo.
Advierto el amanecer y espero que su frescura me hará conciliar el sueño. Voy a acostarme, y sea cual fuere el imperio de esta mujer sobre mí, le prometo no ocuparme tanto de ella que no me quede tiempo de pensar en usted. Adiós, mi hermosa amiga.
En…, a 20 de agosto de 17…

CARTA XXIV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Por compasión, señora, sírvase usted de calmar mi agitación extrema, dígnese indicarme lo que debo esperar o temer; colocado entre el exceso de la dicha o del infortunio, la incertidumbre es un martirio cruel. ¡Ah! ¿por qué le he hablado? ¿Por qué no he tenido fuerza para resistirme al imperioso encanto que arrancó mi pensamiento? Contento en adorarla callando, gozaba por lo menos de mi amor, y este puro sentimiento que entonces no turbaba la imagen de la pena de usted, bastaba para labrar mi felicidad; pero esta fuente de placer se ha convertido en manantial de desesperación, desde que he visto correr sus lágrimas, desde que he escuchado aquel cruel "¡Ay desdichada!" Esas dos palabras, señora, resonarán largo tiempo en mi corazón. ¿Por qué fatalidad el más dulce de los sentimientos no puede inspirarla sino terror? ¿Qué teme usted? ¡Ay! no es experimentarle como yo; pues su corazón, que he conocido mal, no está hecho para amar. El mío, que usted calumnia sin cesar, es el único sensible; el suyo es aún despiadado. Si no fuese así, no habría negado una palabra de consuelo a un infeliz que le contaba sus penas, no se habría usted ocultado a su vista, cuando es su único placer mirarla, no se habría burlado cruelmente, haciéndole anunciar que estaba indispuesta, sin permitirle ir a informarse de su estado; habría entonces sabido que esta misma noche, que para usted no eran sino doce horas de reposo, iba a ser para él un siglo de tormentos.

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