Las amistades peligrosas (Choderlos de Laclos) Libros Clásicos

Página 59 de 316


Entonces conocí el amor; pero, ¡qué lejos estaba yo de quejarme de él! Resuelto a ocultarlo en un eterno silencio, me entregaba sin miedo y sin reserva a un sentimiento tan delicioso. Cada día tomaba más imperio, y bien pronto el placer de verla se cambió en necesidad. Apenas usted se ausentaba, el corazón se me oprimía de tristeza, y apenas se anunciaba su regreso, palpitaba de regocijo. Ya no existía yo sino por usted y para usted, y, sin embargo, dígame usted misma: en mis juegos placenteros o en el calor de una conversación interesante y seria, ¿se me ha escapado jamás una sola palabra capaz de descubrir mi corazón? Pero al fin llegó un día en que debía esperar mi desgracia, y por una incomprensible fatalidad, una buena acción debía dar la señal. Sí Señora, en medio de aquellos infelices, a quienes yo acababa de socorrer, fue en donde entregándose usted a aquella sensibilidad preciosa que hermosea la belleza y da nuevo realce a la virtud, acabó de rendir a un corazón ya demasiado herido de amor. Recordará cuán distraído me hallaba a nuestro regreso a la quinta. ¡Triste de mí! buscaba el medio de resistir a una inclinación que conocía me iba dominando.
Después de haber consumido mis fuerzas en este combate desigual, una casualidad que no pude prever, me hizo encontrar a solas con usted. Allí sucumbí, lo confieso; y, sintiendo mi corazón demasiado comprimido, no pude retener ni las palabras ni la lágrimas. Pero, ¿es un crimen? y si lo es, ¿no es suficiente castigo el martirio horrible al que vivo entregado?
Consumido de amor, sin esperanza, imploro su piedad, y sólo experimento su enojo sin otra dicha que la de verla. En el estado cruel a que me ha reducido, paso los días ocupado en disimular mis penas, y las noches en entregarme a ellas; mientras usted, tranquila y serena, no conoce estos tormentos sino para causarlos y vanagloriarse de ellos. Sin embargo, usted es la que se queja y yo el que me excuso.
Un amor puro y sincero, un respeto que no se ha desmentido nunca, una perfecta sumisión, tales son los sentimientos que me ha inspirado. No hubiera yo temido rendirles culto de admiración en la Divinidad misma. ¡Ah! usted, que es la más bella de su obras, imítela en su indulgencia; piense en mis horribles penas; piense, sobre todo, que, colocado por usted entre la desesperación y la suprema dicha, la primera palabra que pronuncie, decidirá mi suerte para siempre.

Página 59 de 316
 


Grupo de Paginas:                 

Compartir:



Diccionario: