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mantas. La mayoría no llevaba nada.
>>Pasé frente a un colmado... Un colmado, hijitos, era un sitio en donde
en tiempos ordinarios se vendían alimentos. El hombre al que pertenecía, y
al que yo conocía bien, era un cabeza dura; no era malo, pero sí muy
terco. Defendía furiosamente la entrada de su tienda. La puerta y el
escaparate estaban rotos, y él, desde detrás del mostrador, disparaba sus
revólveres contra los saqueadores que intentaban entrar. Había ya varios
cadáveres tendidos en el suelo.
>>Mientras yo observaba desde lejos, vi a uno de los saqueadores, que
había tenido que replegarse, romper es escaparate de una tienda vecina
donde se vendían zapatos. Tomó lo que quiso, y luego prendió fuego. No
acudí en ayuda ni del zapatero ni del colmadero. Ya había quedado atrás el
tiempo en que uno se abnegaba por los demás. Cada cual luchaba para sí.
>>Mientras avanzaba velozmente por una calle en pendiente asistía a otra
tragedia. Dos obreros había atacado a un hombre y a una mujer
elegantemente vestidos, que iban con sus hijos, y a los que pretendían
desvalijar. El hombre atacado no me era desconocido, aunque no hubiéramos
sido nunca presentados. Era un poeta célebre cuyos versos admiraba yo
desde hacía tiempo. Titubeaba entre prestarle o no ayuda cuando sonó un
disparo de revólver, y le vi desplomarse. Su mujer profería gritos
espantosos. Uno de los dos brutos la dejó sin sentido de un puñetazo. Yo
grité amenazas contra los bandidos. A oírme, dispararon en mi dirección, y
me apresuré a huir, volviendo la primera esquina.
>>Pero allí me detuvo el incendio. A derecha e izquierda, las casa ardían,
y las casas estaban llenas de llamas y de humo. En algún punto en las
rojas tinieblas, se oían los penetrantes chillidos de una mujer que pedía
auxilio. No me ocupé de ella. entre tantas escenas semejantes y tantas
llamadas desgarradoras, el corazón del mejor de os hombres se hacía duro