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Estaría encantado de llevar a cabo ese plan suyo, si me dejara verlo. Ya sé que es enterrar el dinero, por eso la gente pone pegas. Los trabajadores nunca podrán pagar un alquiler que lo haga rentable. Pero al fin y al cabo, merece la pena hacerlo.
-¡Pues claro que merece la pena! -dijo Dorothea con energía, olvidando su leve irritación previa-. Creo que todos aquellos que permitimos que los arrendatarios vivan en esas pocilgas que vemos a nuestro alrededor merecemos que nos echen de nuestras hermosas casas con un látigo de pequeñas colas. Su vida en sus casitas podría ser más feliz que la nuestra si fueran auténticas casas, dignas de seres humanos de quienes esperamos obligaciones y afecto.
-¿Me enseñará sus planos?
-Sí, por supuesto que sí. Supongo que tendrán muchos defectos. Pero he examinado todos los planos de casitas en el libro de Loudon y he escogido lo que me ha parecido mejor. ¡Cómo me alegraría iniciar aquí el modelo! Creo que en lugar de tener a Lázaro a la puerta, lo que debiéramos desterrar son esas casuchas como pocilgas.
Dorothea estaba de un humor excelente ahora. Sir james, como cuñado, construyendo en su hacienda casitas modelo, y luego, tal vez, otras construidas en Lowick, y más y más imitaciones en otros lugares ¡sería como si el espíritu de Oberlin(4) hubiera pasado por los municipios embelleciendo la pobreza!
Sir james vio todos los planos y se llevó uno sobre el que consultar a Lovegood. También se llevó una complacida sensación de estar haciendo grandes progresos con respecto a la buena opinión de la señorita Brooke. No se le ofreció a Celia el cachorro maltés, omisión que Dorothea recordó posteriormente con sorpresa, pero por la cual se culpó a sí misma: había monopolizado a Sir James. Aunque, después de todo, era un alivio el que no existiera cachorro que pudiera pisarse.
(4) J. F. Oberlin (1770-1826), Filántropo alsaciano.
Celia estaba presente mientras se examinaron los planos y observó el entusiasmo de Sir james. «Piensa que a Dodo le interesa y a ella sólo le interesan sus planos. Y sin embargo, no estoy segura de que le rechazara si pensara que la iba a dejar organizarlo todo y llevar a cabo sus ideas. ¡Y qué incómodo estaría Sir James! ¡Cómo aborrezco las ideas!
Recrearse en este aborrecimiento era el lujo privado de Celia.