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Durante varias horas dormí pesadamente, sin soñar en nada.
Me desperté sobresaltada y con el presentimiento de que se acercaba una
catástrofe. Un ruido me despertó, y al sentarme en la cama y escuchar, lo volví a oír
claramente.
Era un horrible gemido, ahogado y agonizante.
En un abrir y cerrar de ojos encendí la vela y salté de la cama. Encendí también
una antorcha, para el caso de que la vela se apagara. Salí al patio y escuché. Sabía que
el ruido no venía de muy lejos. Volví a oírlo. Provenía de la habitación vecina a la mía;
de la que ocupaba la señorita Johnson.
Entré apresuradamente. La mujer estaba acostada en la cama; su cuerpo retorcido
por la agonía. Después de dejar la vela me incliné sobre ella. Movió los labios y trató de
hablar, pero sólo profirió un quejido espeluznante. Vi que las comisuras de sus labios y
la piel de la barbilla tenían una especie de quemaduras blanquecinas.
Sus ojos fueron de mí a un vaso que estaba en el suelo, donde evidentemente había
caído desde su mano. La alfombrilla, bajo él, había quedado manchada por un color
rojo vivo. Cogí el vaso y pasé un dedo por su interior; pero lo retiré en seguida,
lanzando una aguda exclamación. Luego examiné el interior de la boca de la pobre
mujer.
No cabía la menor duda sobre lo que había ocurrido. Sea como fuera,
intencionadamente o no, había tragado cierta cantidad de ácido corrosivo. Supuse que
sería oxálico y clorhídrico.
Corrí a despertar al doctor Leidner y él se encargó de llamar a los demás. Hicimos
lo que pudimos por ella, pero desde el principio tuve el presentimiento de que nuestros
esfuerzos eran inútiles. Tratamos de darle una fuerte solución de bicarbonato de sosa,
seguido por una dosis de aceite de oliva. Para calmarle el dolor le puse una inyección
de sulfato de morfina.
David Emmott fue a Hassanieh para buscar al doctor Reilly, pero todo había
acabado antes de que éste llegara.
No quiero entrar en detalles. El envenenamiento con una fuerte dosis de ácido