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perfectamente capaz de cometer un asesinato si así se lo proponía. La señorita Reilly
tiene suficiente valor e inteligencia, así como cierta predisposición a la crueldad.
Cuando la señorita Reilly me habló de la señora Leidner le dije bromeando que
esperaba que tuviera una buena coartada. Creo que la señorita Reilly se dio cuenta
entonces de que en su corazón había abrigado, por lo menos, el deseo de matar. Sea
como fuere, inmediatamente me contó una mentira, inocente y sin objeto. Al día
siguiente me enteré, casualmente, hablando con la señorita Johnson, de que lejos de
estar jugando al tenis, la señorita Reilly había sido vista por los alrededores de esta
casa, poco más o menos a la hora en que se cometió el crimen. Tal vez la señorita
Reilly, aunque no sea culpable del asesinato, podrá contarme algo interesante.
Se detuvo y luego dijo con mucho sosiego:
- ¿Quiere contarnos, señorita Reilly, qué fue lo que vio aquella tarde?
La muchacha no replicó en seguida. Miraba todavía por la ventana, sin volver la
cabeza, y cuando habló, lo hizo con voz firme y mesurada.
- Después de almorzar monté a caballo y vine hasta las excavaciones. Llegué
alrededor de las dos menos cuarto.
- ¿Encontró a alguno de sus amigos en las excavaciones?
- No. No encontré a nadie, excepto al capataz árabe.
- ¿No vio usted al señor Carey?
- No.
- Es curioso - dijo Poirot -. Tampoco lo vio monsieur Verrier cuando pasó por allí.
Miró a Carey, como si le invitara a hablar, pero el interesado no se movió ni dijo
una palabra.
- ¿Tiene usted alguna explicación que crea conveniente dar, señor Carey?
- Fui a pasear. En las excavaciones no se descubrió nada interesante aquel día.
- ¿En qué dirección dio su paseo?
- Río abajo.
- ¿No volvió hacia la casa?
- No.
- Supongo - dijo la señorita Reilly - que estaría usted esperando a alguien que no
llegó.
Carey la miró fijamente, pero no replicó.
Poirot no insistió sobre aquel punto. Se dirigió una vez más a la muchacha