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Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!
Vera no pudo por menos que sonreírse. ¿No estaba en la isla del Negro?
Se asomó a la ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grande era el océano! No se distinguía tierra alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista.
Sólo una vasta extensión de ondulante agua azul bajo los rayos del sol poniente.
El mar... hoy tan sereno... a veces tan cruel... El mar que nos atrae a sus abismos... Ahogado... ahogado en el mar... ahogado... ahogado... ahogado... No quería acordarse. ¡No quería pensar en ello! ¡Todo esto pertenecía al pasado!
El doctor Armstrong desembarcó en la isla del Negro en el momento en que el sol desaparecía en el océano.
Había charlado durante el viaje con el hotelero, un hombre de la localidad, a fin de documentarse un poco acerca de los propietarios de la isla, pero Narracott no estaba bien informado o quizás estuviera poco dispuesto a charlar.
El doctor tuvo que contentarse con hablar del tiempo y de la pesca. El largo recorrido que hizo en auto lo había cansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el tiempo tuvo el sol de cara.
El mar y la calma le reponían de su lasitud. Le hubiese gustado tomarse unas largas vacaciones, pero no podía ofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de menos, pero el cuidado de conservar la clientela estaba por encima de todo. Ahora que tenía una situación asegurada, debía trabajar sin descanso.
Pensaba: «Por esta noche trataré de no recordar que tengo que volver pronto a Londres y que existe Harley Street ».
La sola palabra isla tiene la virtud mágica de evocar en nuestro espíritu toda suerte de fantasías, pues al llegar se pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla representa ella sola en un mundo! ¡Un mundo de donde, a veces, no se vuelve jamás! «Por una sola vez voy a ensayar el dejar detrás de mí todos los cuidados cotidianos.»
Y, sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir.
Siempre sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas.
En un butacón, en la terraza, estaba sentado un viejo cuyo aspecto le era vagamente familiar al doctor.