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Empezó las obras nada más nacer Wilbur, tras poner un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos, entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender las obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando en posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo en un afán por tapar herméticamente con tablones todas las ventanas del ala restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de intentar repararla ya era una locura. Y a se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra habitación en la planta baja para el nieto recién nacido, habitación ésta que varios visitantes pudieron ver, si bien nadie logró jamás acceder a la planta superior herméticamente cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda la habitación del nieto con sólidas estanterías hasta el techo, sobre las cuales fue colocando, poco a poco y en orden aparentemente cuidadoso, los antiguos volúmenes apolillados y los fragmentos sueltos de libros que hasta entonces habían estado amontonados de mala manera en los más insólitos rincones de la casa.
-Me han sido muy útiles -decía Whateley mientras trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola preparada en el herrumbroso horno de la cocina-, pero estoy seguro de que el chico sabrá sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores condiciones posibles, pues todos van a servirle para su educación.
Cuando Wilbur contaba un año y siete meses -esto es, en septiembre de 1914- su estatura y, en general, las cosas que hacía se salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años, hablaba con fluidez y demostraba hallarse dotado de una inteligencia bien despierta. Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y acompañaba a su madre en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de escudriñar los extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su abuelo, mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del silencio reinante de muchas largas e interminables tardes. Para entonces ya habían concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la última ventana abuhardillada en la fachada posterior orientada a poniente, pegada a la ladera montañosa, y nadie se hacía la menor idea de por qué habría construido una sólida rampa de madera para subir hasta ella.