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Hubo algo en la noche que obligó al hombre de la capa a guardar silencio, y durante una hora larga me guió sin conversaciones superfluas, haciendo tan sólo brevísimos comentarios sobre nombres antiguos y fechas y cambios, e invitándome a caminar con un gesto amplio al adentrarnos por estrechas aberturas. Cruzamos de puntillas algunas travesías, saltamos alguna tapia de ladrillo, hasta que nos internamos a gatas por un pasadizo de piedra bajo y abovedado, cuya inmensa longitud y tortuosas revueltas borraron al fin las referencias de situación geográfica que hasta ahora había procurado yo conservar. Las cosas que vimos eran muy viejas y maravillosas, o al menos lo parecían, iluminadas por los escasos rayos de luz que nos las hacían visibles; jamás olvidaré las vacilantes columnas góticas, las pilastras estriadas y postes de verja hechos de hierro fundido y rematados con urnas, las ventanas de amplios dinteles y decorativos montantes en abanico más originales y extraños cada vez a medida que nos internábamos en este interminable laberinto de desconocida antigüedad.
No nos cruzamos con nadie y, a medida que pasaba el tiempo, se fueron haciendo más escasas las ventanas iluminadas. Los faroles de las calles que vimos al principio eran de aceite, y tenían la antigua forma de rombo. Después observé que algunos eran de vela; por último, después de atravesar a oscuras un patio horrible, por donde mi guía tuvo que conducirme con su mano enguantada, a través de la más absoluta negrura, hasta una estrecha puerta de madera abierta en un alto muro, llegamos a un callejón alumbrado sólo por faroles espaciados cada siete casas; faroles de lata increíblemente coloniales, con la parte superior cónica y agujeros a los lados. El callejón subía en una cuesta empinada -más empinada de lo que yo habría supuesto en esta parte de Nueva York-, y al final estaba bloqueado por el muro tapizado de hiedra de una propiedad particular, detrás del cual pude distinguir una pálida cúpula y las copas de unos árboles que se balanceaban contra la vaga claridad del cielo. En este muro había una puerta baja, arqueada, de negro roble y tachonada de clavos, que el hombre procedió abrir con una pesada llave. Invitándome a pasar, abrí la marcha, en medio de la más completa oscuridad, lo que parecía ser un sendero de grava, y finalmente subimos por una escalera de piedra hasta la puerta de la casa, que también abrió para mí.