En la noche de los tiempos (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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Entre los tres, me obligaron a permanecer echado hasta que cogiera el sueño.
Pero no me pude dormir. Me hallaba en un estado de excitación extraordinario. Lo que me había sucedido en nada se parecía a mis experiencias anteriores. Más tarde insistí en relatárselo.
Les conté que, después de caminar un rato, me sentí cansado y decidí tumbarme en la arena y dormir un poco. Les dije que entonces tuve unos sueños aún más espantosos que los de otras veces, y al despertarme violentamente el repentino huracán, mis nervios sobreexcitados estallaron. Huí, preso de pánico, tropezando con las piedras medio enterradas, cayendo al suelo a cada paso y destrozándome las ropas de ese modo. Debí quedarme dormido mucho tiempo; de ahí mi larga ausencia.
Gracias a un enorme esfuerzo de voluntad conseguí no traicionarme. Así, pues, nada dije que pudiera hacerles sospechar algo fuera de lo normal. Sí les indiqué, en cambio, que era necesario cambiar todos los planes de trabajo y no seguir excavando en dirección nordeste.
Las razones que aduje eran bien inconsistentes: dije que en esa dirección había muy pocos bloques, que no convenía contrariar a los mineros supersticiosos, que quizá la Universidad redujera su subvención, y otros muchos desatinos y mentiras. Como es natural, nadie prestó la menor atención a tales argumentos; ni siquiera mi hijo, cuya preocupación por mi salud era evidente.
Al día siguiente me levanté y estuve vagando por el campamento, pero no tomé parte en las excavaciones. A causa de mi estado de nervios decidí regresar a casa lo antes posible, y mi hijo me prometió llevarme en la avioneta hasta Perth -a casi dos mil kilómetros al sudoeste- en cuanto hubiera inspeccionado la región que yo no quería de ninguna manera que se inspeccionara.
Se me ocurrió que, si lo que yo había contemplado estaba todavía a la vista, tal vez aquello podía servir de advertencia a mis compañeros, aun a costa de hacer yo el ridículo. Era muy probable que me secundaran los mineros, tan empapados de supersticiones locales. Accediendo a mis deseos mi hijo sobrevoló esa tarde todo el terreno por donde había paseado yo la noche anterior. Pero ya no había nada anormal.
Lo mismo que había sucedido con el bloque de basalto, sucedió esta vez: la arena había borrado toda señal de mi descubrimiento. Por un instante casi lamenté haber perdido cierto objeto espantoso en mi huida…, pero ahora sé que debo dar gracias a Dios por ello, ya que, así, aún me cabe la posibilidad de explicar mi terrible aventura como una simple ilusión, sobre todo si, como espero fervientemente, no consiguen encontrar jamás ese abismo diabólico.

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