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La habitación cerrada
H. P. Lovecraft y August Derleth
A la hora del crepúsculo, el salvaje y solitario campo cercano a la villa de Dunwich, en la parte central del norte de Massachusetts, parece más despojado y amenazador que durante el día. El crepúsculo tiñe los campos desolados y las colinas con raras tonalidades que hacen resaltar todos los elementos del paisaje. Desde los árboles antiguos, las paredes de piedra rodeadas de rosales y cercanas a la polvorienta carretera, los bajos pantanos con su profusión de luciérnagas y sus inevitables chotacabras que compiten con el croar de las ranas y el canto ronco de los sapos, hasta las sinuosas curvas que forma el Miskatonic en su curso superior al fluir entre las oscuras montañas hacia el mar y que parecen cerrarse en torno al visitante en un intento de agarrarle y no dejarle escapar, todo parece impregnado de una tensa vigilia sensiblemente hostil.
Camino de Dunwich, Abner Whateley sintió todo esto otra vez, como lo había sentido en una ocasión cuando era niño y había salido corriendo y pidiendo con gritos de terror a su madre que le llevase lejos de Dunwich y lejos del abuelo Luther Whateley. ¡Hacía tantos años! Había perdido la cuenta. Era curioso que aquel paisaje le siguiera afectando de aquel modo, pese a todos los años que habían transcurrido desde entonces -sus años en La Sorbona, en El Cairo, en Londres-, pese a todo lo que había aprendido y asimilado como experiencias desde aquel momento y que hacían parecer más remotas aún sus tempranas visitas al ceñudo y anciano abuelo Whateley en su vieja casa cercana al molino a orillas del Miskatonic. La campiña de su niñez salía ahora de la neblina del tiempo como si hubiese sido ayer cuando visitó por última vez a sus familiares.
Ya no quedaba nadie: mamá, el abuelo Whateley, la tía Sarah, a la que nunca había visto y sólo sabía que vivía en algún lugar de la vieja casa, el odioso primo Wilbur y su terrible hermano gemelo que pocos habían conocido antes de su espantosa muerte en la cima de Sentinel Hill. Pero, según pudo comprobar mientras atravesaba el puente cubierto, Dunwich no había cambiado. La calle principal se hallaba bajo el tenebroso pico de Round Mountain. Sus tejados, de estilo holandés, estaban tan podridos como siempre, sus casas desiertas, y sólo se mantenía en pie la vieja iglesia con el campanario roto.