La Hoya de las Brujas (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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Al fin y al cabo había logrado lo que me proponía. Andrew Potter estaba salvado. Pero para asegurar el triunfo había que librarle de los otros, que indudablemente le buscarían y acabarían por encontrarlo. Yo pensaba solamente en el horror que aguardaba a estos cuatro seres desdichados, cuando llegaron de Michigan para tomar posesión de la solitaria granja de la Hoya de las Brujas.
Iba ciego al volante, camino de la escuela. Una vez allí, a petición del profesor Keane, encendí las luces y dejé la puerta abierta a la noche cálida. Me senté detrás de mi mesa, y él se ocultó fuera del edificio, en espera de que llegaran. Tenía que esforzarme por mantener mi mente en blanco y resistir la prueba que me aguardaba.
La muchacha surgió del filo de la oscuridad...
Después de sufrir la misma suerte de su hermano, y haber sido depositada junto al escritorio, con la estrella de piedra sobre el pecho, apareció el padre en el umbral de la puerta. Ahora estaba todo a oscuras. Llevaba una escopeta. No tuvo necesidad de preguntar lo que pasaba: lo sabía. Se plantó allí delante, mudo, señalando a su hija y la piedra que tenía sobre el pecho, y levantó la escopeta. Su gesto era elocuente: si no le quitaba la piedra, dispararía. Evidentemente, ésta era la contingencia que había previsto el profesor, porque se abalanzó sobre Potter por detrás, y lo tocó con la piedra.
Después, durante dos horas, esperamos en vano la llegada de la señora Potter.
-No vendrá -dijo por fin el profesor Keane-. Es en ella donde se hospeda esa entidad... Hubiera jurado que era en su marido. Muy bien... no tenemos otra alternativa: hay que ir a la Hoya del las Brujas. Estos dos pueden quedarse aquí.
Volábamos a todo gas en medio de la oscuridad, sin preocuparnos por el ruido, ya que el profesor decía que «la cosa» que habitaba en la Hoya de las Brujas «sabía» que nos acercábamos, pero que no podía hacernos nada porque íbamos protegidos por el talismán. Atravesamos la densa espesura y tomamos el camino estrecho. Cuando desembocamos en el cercado de los Potter, la maleza pareció extender sus tallos hacia nosotros, a la luz de los faros.
La casa estaba a oscuras, aparte el pálido resplandor de la lámpara que iluminaba una habitación.
El profesor Keane saltó del coche con su bolsa llena de estrellas de piedra, y se puso a sellar la casa.

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