La ventana en la buhardilla (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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Y al verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos. Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición: primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi primo.
Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios Primigenios!- se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez.

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