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Pero, si bien poseían cualidades y aptitudes diferentes y un temperamento distinto, Dick
Kennedy y Samuel Fergusson vivían animados por un mismo y único corazón, cosa que,
lejos de molestarles, les complacía.
Dick Kennedy era escocés en toda la aceptación de la palabra; franco, resuelto y
obstinado. Vivía en la aldea de Leith, cerca de Edimburgo, un verdadero arrabal de la
«Vieja Ahumada». A veces practicaba la pesca, pero en todas partes y siempre era un
cazador determinado, lo que nada tiene de particular en un hijo de Caledonia algo
aficionado a recorrer las montañas de Highlands. Se le citaba como un maravilloso
tirador de escopeta, pues no sólo partía las balas contra la hoja de un cuchillo, sino que
las partía en dos mitades tan iguales que, pesándolas luego, no se hallaba entre una y otra
diferencia apreciable.
La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de Halbert Glendinning tal como lo pintó
Walter Scott en El Monasterio. Su estatura pasaba de seis pies ingleses aunque
agraciado y esbelto, parecía estar dotado de una fuerza hercúlea. Un rostro muy tostado
por el sol, unos ojos vivos y negros, un atrevimiento natural muy decidido, algo, en fin,
de bondad y solidez en toda su persona, predisponía en favor del escocés.
Los dos amigos se conocieron en la India, donde servían en un mismo regimiento.
Mientras Dick cazaba tigres y elefantes, Samuel cazaba plantas e insectos. Cada cual
podía blasonar de diestro en su especialidad, y más de una planta rara cogió el doctor,
cuya conquista le costó tanto como un buen par de colmillos de marfil.
Los dos jóvenes nunca tuvieron ocasión de salvarse la vida uno a otro ni de prestarse
servicio alguno, por lo que su amistad permanecía inalterable. Algunas veces les alejó la
suerte, pero siempre les volvió a unir la simpatía.
Al regresar a Inglaterra, les separaron con frecuencia las lejanas expediciones del
doctor, pero este, a la vuelta, no dejó nunca de ir, no ya a preguntar por su amigo el
escoces, sino a pasar con él algunas semanas.
Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el porvenir; el uno miraba hacia adelante,
el otro hacia atrás. De ello resultaba que Fergusson tenía el ánimo siempre inquieto,
mientras que Kennedy disfrutaba de una perfecta calma.