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El cuerpo del marinero, envuelto en un
pedazo de lona cosido y fijo a una tabla, con una bala a los pies, iba en hombros de cuatro
de sus companeros. El pabellón inglés cubría el cadáver. El grupo avanzó lentamente por
entre la concurrencia. Todos los asistentes se descubrieron.
Llegados más allá de la rueda de estribor, los que llevaban el cadáver depositaron la
tabla en el descansillo en que terminaba la escalera al llegar a la cubierta.
Delante de la fila de espectadores que ocupaban el tambor, hallábanse el capitán
Anderson y sus oficiales vestidos de gala. El capitán tenía en la mano un libro de
oraciones. Se descubrió, y por espacio de algunos minutos, en medio de un silencio
profundo, que ni la brisa turbaba, leyó con voz grave la oración de los difuntos. En
aquella atmósfera pesada, tempestuosa, sin el más leve ruido, sin un soplo de aire, se oían
distintamente todas sus palabras. Algunos pasajeros respondían en voz baja.
A una señal del capitán, el cadáver, levantado por los que lo habían llevado, se deslizó
hacia el mar. Sobrenadó un instante, desapareciendo después en medio de un círculo de
espuma.
En aquel momento la voz del vigía gritó:
-¡Tierra!
CAPÍTULO XXXI
Aquella tierra, anunciada en el momento en que el mar se cerraba sobre el cuerpo del
pobre marinero, era amarilla y baja. Aquella línea de dunas poco elevadas era
Long-Island, la isla larga, gran banco de arena, vivificado por la vegetación que cubre la
costa americana, desde la punta de Montkank hasta Brooklyn, dependencia de Nueva
York. Numerosas goletas de cabotaje costeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo.
Es la campiña predilecta de los habitantes de Nueva York.
Los pasajeros saludaban con la mano a aquella tierra tan deseada, después de una
travesía demasiado larga, y no exenta de accidentes penosos. Todos los anteojos estaban
apuntados a aquella primera muestra del continente americano, mirándola cada uno por
distinto prisma, según sus sentimientos o deseos. Los yanquis saludaban en ella a su ma-
dre patria. Los sudistas miraban con cierto desdén aquellas tierras del Norte: el desdén
del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la miraban como gentes a quienes falta
poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, al rebasar todas las