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llanuras del Far-West y franquear las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus
inagotables placeres. Los mormones, con la frente levantada y los labios fruncidos por el
desprecio, apenas miraban aquellas playas, dirigiendo sus visuales más lejos, a su
desierto inaccesible, a su Ciudad de los Santos, y a su Lago Salado. Para los dos
prometidos, aquel continente era la Tierra de Promisión.
Pero el cielo se oscurecía más y más. Todo el horizonte sur estaba ocupado. Las nubes
se acercaban al cenit. La pesadez del aire aumentaba. Un calor sofocante penetraba la
atmósfera, como si el sol de julio cayera a plomo sobre ella. No terminaban aún los
incidentes de aquella travesía.
-¿Queréis que os asombre? -me dijo Pitferge, que se hallaba a mi lado.
-Asombradme, doctor.
-Pues bien: antes de acabar el día tendremos tempestad.
-¡Tempestad en abril!
-El Great-Eastern se burla de las estaciones -repuso el doctor, encogiéndose de
hombros-. Es una tempestad hecha para él. Mirad esas nubes de mala facha que invaden
el cielo. Parecen animales de los tiempos geológicos. Antes de mucho, se devorarán.
-Confieso -dije-, que el horizonte está feo. Su aspecto es tempestuoso, y tres meses más
allá, sería yo de vuestra opinion, querido doctor; pero ahora no.
-Repito -dijo Pitferge, animándose-, que dentro de pocas horas estallará la tempestad.
La siento, como un stormglas. Mirad esos vapores que se condensan en lo alto del cielo.
Observad esos cisnes, esas «colas de gato» que se amasan en una sola nube y esos
gruesos anillos que aprietan el horizonte. Pronto habrá condensación rápida de vapores, y
por consiguiente, producción de electricidad. Además, el barómetro ha caído de pronto a
721 milímetros, y los vientos reinantes son del Sudoeste, los únicos que provocan tem-
pestades en invierno.
-Vuestras observaciones podrán ser exactas, doctor -respondí, como hombre que no
quiere dar su brazo a torcer-. Pero, ¿quién ha sufrido alguna vez, tempestades en esta
latitud y en esta época?
-Se citan ejemplos en los anuarios. Los inviernos templados suelen marcarse por
tempestades. Si os hubierais permitido vivir en 1172, o siquiera en 1824, hubierais oído
gruñir el trueno, en febrero, en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En enero de
1837, el rayo hizo estragos en Draumen, Noruega, y el año pasado los hizo en la Mancha,