Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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amo.
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían
juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los
huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en
cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes
palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo
alguno; porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en
aquel ejercicio de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y
malos sucesos la habían traído a aquel estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero
en mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo el suyo
Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes
mostraba ser de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el
del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y todo el adorno
de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y
famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el
autor desta historia, que deste arriero hace particular mención, porque le
conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de
que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en
todas las cosas; y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con
ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde
podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones
tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en
el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de
la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel
del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas; y con qué
puntualidad lo describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el
segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su
puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque
procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote,
con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la
venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba
una lámpara que colgada en medio del portal ardía.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero
traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su
desgracia, le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras que

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