Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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hermosura. Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a
decir:
-Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar
tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes
fecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los
buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que,
aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y
más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe
que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más
escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo
tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que
vuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y trasudando, de verse tan asida de don
Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía,
procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien
tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la
puerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote
decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por
otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta
ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, como
vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por
tenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó
tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero,
que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió
encima de las costillas, y con los pies más que de trote, se las paseó
todas de cabo a cabo.
El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo
sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido
despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de
Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta
sospecha se levantó, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había
sentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición
terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza,
que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró
diciendo:
-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó
que tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre

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