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.., el placer de la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la voluptuosidad más ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo, en el caso de la bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!
Pero lo principal es que siempre resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que examinen las cosas, y es más: culpable sin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que cuantos me rodean (siempre me he considerado más inteligente que las personas que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!- mi sensación de superioridad me confunde hasta el punto de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla cara a cara). Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido generoso, el convencimiento de que esto era inútil sólo habría servido para atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría podido perdonar, porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además, me habría sido imposible olvidar, porque el insulto, por natural que sea, siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y pretendía, por el contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era imposible decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.
Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles a ustedes unas palabras.
III
¿Cómo ocurren las cosas en los que son capaces de defenderse y algunos incluso de vengarse?
Cuando el deseo de venganza se apodera de ellos, no hay espacio en su espíritu más que para ese deseo. Se lanzan hacia delante en línea recta, baja la cabeza, como toros furiosos, y sólo se detienen cuando llegan ante un muro. Por cierto, que, ante un muro, estos señores, estos seres sencillos y espontáneos, los hombres de acción, se desmoronan y ceden con toda sinceridad. Para ellos, este muro no significa en modo alguno lo mismo que para nosotros, que pensamos y, por consiguiente, no obramos; es decir, no es excusa. No, para ellos no es en modo alguno un pretexto que les permite desandar lo andado, pretexto en el que nosotros no solemos creer pero del que nos aprovechamos gustosos. No, ellos ceden de buen grado. El muro es a sus ojos un tranquilizante; les ofrece una solución moral definitiva, e incluso me atrevería a llamarla mística.