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Es más: acaso fue el deseo de no encontrarme con ellos, de olvidar todos los recuerdos de mi triste infancia lo que me impulsó a trasladarme a otro ministerio. ¡Maldecía a aquella escuela, a aquellos atroces años de cárcel! Por eso rompí con mis compañeros apenas terminé mis estudios. Sólo saludaba a dos o tres. Uno de ellos era Simonov. En la escuela no se había distinguido en nada y tenía un temperamento afable y reposado. Yo lo estimaba por su espíritu de independencia y por su honradez. Incluso no creo que fuese extremadamente torpe. Pasamos juntos muy buenos ratos. Pero nuestras buenas relaciones no duraron mucho: una especie de bruma las cubrió repentinamente. El recuerdo de aquella cordialidad molestaba sin duda a Simonov, que temía, en mi opinión, que yo intentara reanudar nuestro trato amistoso. Incluso me pareció que le repugnaba. Pero como no estaba seguro, seguía yendo de vez en cuando a su casa.
Y he aquí que un jueves, incapaz de soportar más tiempo mi soledad y sabiendo que los jueves la puerta de Antón Antonovitch estaba cerrada, me acordé de Simonov. Al subir la escalera que conducía a sus habitaciones del cuarto piso, precisamente entonces, caí en la cuenta de que mi visita podía molestar a Simonov y me dije que había hecho mal en ir a su casa. Pero como el resultado de esta clase de reflexiones era generalmente incitarme a hacer lo que no debía, entré resueltamente. Hacía un año que no había ido a casa de Simonov.
III
Acompañaban a Simonov dos de mis antiguos condiscípulos. Al parecer, estaban hablando de un asunto serio. Ninguno de ellos prestó atención a mi llegada, cosa verdaderamente extraña, ya que no nos habíamos visto desde hacía años. Me consideraban, evidentemente, como un ser insignificante, como una mosca. Ni siquiera en la escuela me trataban así, a pesar de que allí me detestaban. Comprendí que debían de despreciarme por haber fracasado en mi carrera, y también por mi aspecto miserable, por mis viejas ropas, que eran, a sus ojos, la prueba evidente de mi incapacidad y de mi desdichada situación. Sin embargo, no esperaba un desprecio tan ostensible. En cuanto a Simonov, se quedó pasmado al verme, aunque no era la primera vez que se asombraba de mis visitas. Todo esto me desconcertó. Me senté un poco irritado y me limité a escuchar lo que decían.