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Se volvió y, con un ademán negligente, lanzó su sombrero al alféizar de la ventana.
-¿Lleva mucho tiempo esperando? -preguntó Trudoliubov.
-He llegado a las cinco en punto, como quedó convenido ayer -respondí en voz alta y con una irritación que hacía prever un próximo estallido.
-¿Es que no le avisaste de que habíamos cambiado la hora? -preguntó Trudoliubov a Simonov.
-No. Se me olvidó -repuso éste, aunque sin mostrar ningún pesar. Luego, sin excusarse ante mí salió para dar las órdenes pertinentes.
-¿Conque hace ya una hora que está usted aquí? ¡Pobre chico! -exclamó burlonamente Zverkov, pues, para su modo de ser, aquello era sumamente divertido.
E inmediatamente, siguiendo su ejemplo, el miserable Ferfitchkin soltó una de sus risotadas repelentes, agudas y temblorosas. Me pareció un perro. Y él me consideró a mí como un ser ridículo.
-¡No veo nada de risible en eso! -dije, cada vez más irritado, a Ferfitchkin-. La culpa es de ellos, no mía. No me avisaron. Es... incomprensible.
-Incomprensible es poco -rezongó Trudoliubov tomando ingenuamente mi defensa-. Es usted demasiado indulgente. Ha sido una verdadera grosería, aunque no premeditada... ¿Cómo es posible que Simonov...? ¡Hum!
-Si a mí me hubiesen hecho una jugada así -comentó Ferfitchkin-, habría...
-Habría pedido algo al camarero -le interrumpió Zverkov-. O se habría puesto a comer sin esperamos.
-También yo habría podido hacerlo sin autorización de ustedes, reconózcanlo -declaré en un tono tajante-. Si los he esperado ha sido porque...
-¡A la mesa, señores! -exclamó Simonov, entrando--. Todo está listo. Garantizo champán. Está helado. No conozco su dirección. ¿Cómo podía avisarle? -me dijo volviéndose de pronto hacia mí pero sin mirarme.
Evidentemente tenía algo contra mí, ya que estaba pensando en el asunto desde el día anterior.
Nos sentamos. La mesa era redonda. Tenía a mi izquierda a Trudoliubov, y a mi derecha a Simonov. Zverkov estaba frente a mí, y Ferfitchkin, entre él y Trudoliubov.
-Dígame: ¿está usted en el ministerio? -me preguntó Zverkov, que, como ven, seguía dedicándome su atención.
Viéndome confuso, consideraba que era necesario mostrarse sociable conmigo y levantar mi ánimo. «Por lo visto quiere que le lance una botella a la cabeza», me dije, sintiendo que el furor se apoderaba de mí. Me irritaba con gran rapidez, sin duda a causa de mi falta de costumbre de alternar con las personas.