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Y en la tregua fugaz, mientras se asoma tu sol a mi pesar indefinido, consentirá el león, agradecido, que peine su melena una paloma.
Una ausencia gentil de mi fiereza, cortés claudicación admirativa, te dejará anunciarme, imperativa, la altivez inmortal de tu belleza.
Pero, aunque pueda ser así, no quiero la sujeción de tus amables lazos, ni en la suave cadena de unos brazos de las ternuras ser un prisionero.
Ni aguardes que hasta ti caricias lleve, pues no debo quitarme la armadura ni aun en homenaje a tu hermosura, siendo el reposo de mi afán tan breve.
Y no puedo ceder, ni frente al rico róseo panal de tu sonrisa leda: ¡El hierro luce mal junto a la seda
y el escudo no sirve de abanico!
Eso sí, en la canción, antes que vuelva a mi fuerte Ideäl, verás, acaso, para orquestar las horas a tu paso, un regreso de alondras a mi selva.
Eso sí, la canción tiene un lirismo tierno y galante para cada beso que amanece en tus labios, y por eso se ha puesto a declinar mi pesimismo.
Tal es, pues que lo digo; y hoy, que llenas mi odres de pasión con tus bondades, ¡sobre el rojo clavel de mis crueldades sangrarán mi perdón tus azucenas!
...Y después de beber en tus castalias, como en lago de amor tranquilo y terso, ¡te besaré las sienes con un verso para calzar de nuevo las sandalias!
El clavel
Fue al surgir de una duda insinuativa cuando hirió tu severa aristocracia, como un símbolo rojo de mi audacia, un clavel que tu mano no cultiva.