Misas herejes (Evaristo Carriego) Libros Clásicos

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¡Qué agradable quietud! ¡Y qué sereno el ambiente, al que empiezo a acostumbrarme, sin un solo recuerdo, malo o bueno, que, importuno, se acerque a conturbarme.
Y me siento feliz, porque hoy tampoco ha soñado imposibles mi cabeza: En el fondo del vaso, poco a poco se ha dormido, borracha, la tristeza...


A la antigua
¡Oh, señora: gentil dama de mis noches, ¡oh, señora, mi señora, yo le ruego que abandone esa romántica novela: orgullosa favorita de sus dedos.
Que abandone sus historias de aventuras, donde hay citas, donde hay dueñas y escuderos, callejuelas y sombríos embozados y tizonas y amorosos devaneos;
acechanzas del camino y estocadas de cadetes o gallardos mosqueteros, y, amador noble y rendido de su reina, algún Buckinghan lujoso y altanero.
Que abandone, le repito, su romance, su romance mentiroso, pues confieso que me enoja la atención que le dispensa, con agravio de mis quejas y mis celos.
De mis celos, sí, lo digo, tal me tienen las hazañas del cuitado caballero, a quien sueña Vd. señora, contemplando sus balcones, con la escala de Romeo.
¡Oh, señora, mi señora! son las doce... ¿Hasta cuándo piensa Vd. seguir leyendo? ¡Hay valor en su tenaz indiferencia que no teme los peligros del silencio!...
Son las doce: ya se aprontan los aleves, los galantes forajidos de los besos a cruzar la callejuela de unos labios donde anoche asesinaron al Ensueño...
¡Ay, entonces, de las bocas asaltadas por los rojos embozados del Deseo! ¡Ay de Vd. señora mía si la encuentran...! ¡Que la salve su hazañoso caballero!

Las manos A todas las evoco. Pensativas, cual si tuvieran alma, yo las veo pasar, como teorías que viniesen en las estancias líricas de un verso.

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