Las Dos Doncellas (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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-Levantaos, señora Teodosia, que yo quiero acompañaros en esta jornada, y no dejaros de mi lado hasta que como legítimo esposo tengáis en el vuestro a Marco Antonio, o que él o yo perdamos las vidas; y aquí veréis la obligación y voluntad en que me ha puesto vuestra desgracia.
Y, diciendo esto, abrió las ventanas y puertas del aposento.
Estaba Teodosia deseando ver la claridad, para ver con la luz qué talle y parecer tenía aquel con quien había estado hablando toda la noche. Mas, cuando le miró y le conoció, quisiera que jamás hubiera amanecido, sino que allí en perpetua noche se le hubieran cerrado los ojos; porque, apenas hubo el caballero vuelto los ojos a mirarla (que también deseaba verla), cuando ella conoció que era su hermano, de quien tanto se temía, a cuya vista casi perdió la de sus ojos, y quedó suspensa y muda y sin color en el rostro; pero, sacando del temor esfuerzo y del peligro discreción, echando mano a la daga, la tomó por la punta y se fue a hincar de rodillas delante de su hermano, diciendo con voz turbada y temerosa:
-Toma, señor y querido hermano mío, y haz con este hierro el castigo del que he cometido, satisfaciendo tu enojo, que para tan grande culpa como la mía no es bien que ninguna misericordia me valga. Yo confieso mi pecado, y no quiero que me sirva de disculpa mi arrepentimiento: sólo te suplico que la pena sea de suerte que se estienda a quitarme la vida y no la honra; que, puesto que yo la he puesto en manifiesto peligro, ausentándome de casa de mis padres, todavía quedará en opinión si el castigo que me dieres fuere secreto.

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