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-George, George -susurró la señora Darling-, recuerda lo que te he dicho sobre ese chiquillo.
Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispuesto a demostrar quién era el amo de esa casa y cuando las órdenes no consiguieron hacer salir a Nana de su perrera, la sacó engatusándola con dulces palabras y agarrándola bruscamente, la arrastró fuera del cuarto de los niños. Todo aquello se debía a su carácter demasiado afectuoso, que ansiaba ser objeto de admiración. Cuando la hubo atado en el patio trasero, el desdichado padre se fue y se sentó en el pasillo, apretándose los ojos con los nudillos.
Entretanto la señora Darling había metido a los niños en la cama en medio de un inusitado silencio y había encendido sus lamparillas de noche. Oían ladrar a Nana y John dijo lloriqueando:
-Es porque la está atando en el patio.
Pero Wendy era más perceptiva.
-Ése no es el ladrido de queja de Nana -dijo, sin sospechar lo que estaba a punto de ocurrir-, ése es el ladrido de cuando huele algún peligro.
¡Peligro!
-¿Estás segura, Wendy?
-Oh, sí.
La señora Darling se estremeció y se acercó a la ventana. Estaba bien cerrada. Miró hacia afuera y la noche estaba salpicada de estrellas. Estaban agrupándose alrededor de la casa, como si tuvieran curiosidad por ver lo que iba a pasar allí, pero ella no se dio cuenta de esto, ni de que una o dos de las más pequeñas le hacían guiños. No obstante, un miedo impreciso se apoderó de su corazón y le hizo exclamar:
-¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta esta noche! Incluso Michael, que ya estaba medio dormido, se dio cuenta de que estaba preocupada y preguntó: