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Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas
rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si
pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran
viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había
hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que
aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no
necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil
metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de la
Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo
estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas,
extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia
el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era
una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más
rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por
hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a
desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de
gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad
era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas
batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el