La ruina de Londres (Robert Barr) Libros Clásicos

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Tomó la costumbre de llegar sin anunciarse, lo que no me gustó para nada, aunque no di órdenes respecto de sus intrusiones, porque no tenía idea de los extremos a los que estaba evidentemente preparado a llegar. Un día, mientras él estaba sentado leyendo un diario cerca de mi escritorio, fui requerido momentáneamente fuera de la oficina. Cuando regresé, pensé que se había ido, llevándose su máquina, pero un momento después me escandalizó oír su entonación nasal en la oficina de Sir John, alternando con la entonación profunda de la voz de mi jefe, la que aparentemente no ejercía tanto espanto sobre el norteamericano como para quienes estaban más habituados a ella. Entré inmediatamente en la oficina, y estaba a punto de explicar a Sir John que el norteamericano no estaba allí por mediación alguna por mi parte, cuando mi jefe me pidió que permaneciera en silencio Y, volviéndose hacia el visitante, le solicitó ásperamente que prosiguiese con su interesante relato. El inventor no necesitó una segunda invitación, sino que continuó con su charla fluida e informal, mientras Sir John fruncía cada vez más el ceño y la cara se le ponía más roja bajo la orla de pelo blanco. Cuando el norteamericano hubo terminado, Sir John le pidió secamente que se mandase mudar y se llevase con él su execrable máquina. Dijo que era un insulto que una persona con un pie en la tumba se presentara con un supuesto invento para la salud ante un hombre robusto que no había estado enfermo un solo día de su vida. No sé por qué escuchó tan largamente al norteamericano cuando estaba decidido desde el principio a no tratar con él, a menos que fuese para castigarme por haber permitido inadvertidamente que entrase un desconocido.

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