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El Trasgo
Pío Baroja
El comedor de la venta de Aristondo, sitio en donde nos reuníamos después
de cenar, tenía en el pueblo los honores de casino. Era una habitación
grande, muy larga, separada de la cocina por un tabique, cuya puerta casi
nunca se cerraba, lo que permitía llamar a cada paso para pedir café o una
copa a la simpática Maintoni, la dueña de la casa, o a sus hijas, dos
muchachas a cual más bonitas; una de ellas, seria, abstraída, con esa
mirada dulce que da la contemplación del campo; la otra, vivaracha y de
mal genio.
Las paredes del cuarto, blanqueadas de cal, tenían por todo adorno varios
números de La Lidia, puestos con mucha simetría y sujetos a la pared con
tachuelas, que dejaron de ser doradas para quedarse negras y mugrientas.
La mano del patrón, José Ona, se veía en aquello; su carácter, recto y al
mismo tiempo bonachón y dulce como su apellido (Ona en vascuence significa
bueno), se traslucía en el orden, en la simetría, en la bondad, si se me
permite la palabra, que habían inspirado la ornamentación del cuarto.
Del techo del comedor, cruzado por largas vigas negruzcas, colgaban dos
quinqués de petróleo, de esos de cocina, que aunque daban algo más humo
que luz, iluminaban bastante bien la mesa del centro, como si dijéramos,
la mesa redonda, y bastante mal otras mesas pequeñas, diseminadas por el
cuarto.
Todas las noches tomábamos allí café; algunos preferían vino, y
charlábamos un rato el médico joven, el maestro, el empleado de la