Página 38 de 247
Pasó la luna de miel, y el flamenco y la cubana se convencieron, al comenzar la vida tranquila, de que no congeniaban: el flamenco era entusiasta de la vida tranquila y metódica, de la música de Beethoven y de las comidas aderezadas con manteca de vaca; a la cubana, en cambio, le entusiasmaba la vida desordenada, el corretear por las calles, el clima seco y ardiente, la música de Chueca, las comidas ligeras y los guisotes hechos con aceite.
Estas divergencias de gustos en cosas pequeñas, amontonándose, espesándose, llegaron a nublar completamente el amor del barón y de su esposa. Esta no podía oír con calma las ironías tranquilas y frías que su marido dedicaba a los boniatos, al aceite y al acento de la gente del Sur. El barón, a su vez, se molestaba oyendo hablar a su mujer con desprecio de las mujeres grasientas que se dedican a atracarse de manteca. La supremacía del aceite o de la manteca, enredándose y mezclándose con asuntos más importantes, tomó tales proporciones, que los cónyuges llegaron a un estado de exaltación y de odio tal, que se separaron; y el barón quedó en Amberes, dedicándose a sus aficiones artísticas y a sus tostadas de manteca, y la baronesa vino a Madrid, donde pudo entregarse a la alimentación frugívora y aceitosa con delicia.
En Madrid, la baronesa hizo mil disparates: trató de divorciarse para volverse a casar con un aristócrata arruinado; pero cuando tenía presentada su demanda de divorcio, supo que su marido estaba gravemente enfermo, y, al saberlo, en seguida abandonó Madrid, se presentó en Amberes, cuidó al barón, le salvó, se enamoró otra vez de él y tuvieron una niña.