Las aventuras de Tom Sawyer (Mark Twain) Libros Clásicos

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Se había notado que ese hecho, tan desusado, se venía repitiendo de algún tiempo atrás. Y aquel día, como también, en los anteriores, se quedó por los alrededores de la puerta del patio, en vez de jugar con sus compañeros. Estaba malo, según decía, y su aspecto lo confirmaba. Aparentó que estaba mirando en todas direcciones menos en la que realmente miraba: carretera abajo. A poco aparecio a la vista Jeff Thatcher, y a Tom se le iluminó el semblante; miró un momento y apartó la vista compungido. Cuando Jeff Thatcher llegó, Tom se le acercó y fue llevando hábilmente la conversación para darle motivo de decir algo a Becky; pero el atolondrado rapaz no vio el cebo. Tom siguió en acecho, lleno de esperanza cada vez que una falda revoloteaba a lo lejos, y odiando a su propietaria cuando veía que no era la que esperaba. Al fin cesaron de aparecer faldas, y cayó en desconsolada murria. Entró en la escuela vacía y se sentó a sufrir. Una falda más penetró por la puerta del patio, y el corazón le pegó un salto. Un instante después estaba Tom fuera y lanzado a la palestra como un indio bravo: rugiendo, riéndose, persiguiendo a los chicos, saltando la valla a riesgo de perniquebrarse, dando volteretas, quedándose en equilibrio con la cabeza en el suelo, y en suma, haciendo todas las heroicidades que podía concebir, y sin dejar ni un momento, disimuladamente, de observar si Becky le veía. Pero no parecía que ella se diese cuenta; no miró ni una sola vez. ¿Era posible que no hubiera notado que estaba él allí? Trasladó el campo de sus hazañas a la inmediata vecindad de la niña: llegó lanzando el grito de guerra de los indios, arrebató a un chico la gorra y la tiró al tejado de la escuela, atropelló por entre un grupo de muchachos, tumbándolos cada uno por su lado, se dejó caer de bruces delante de Becky, casi haciéndola vacilar. Y ella volvió la espalda, con la nariz respingada, y Tom le oyó decir: «¡Puff Algunos se tienen por muy graciosos...; ¡siempre presumiendo!»
Sintió Tom que le ardían las mejillas. Se puso en pie y se escurrió fuera, abochornado y abatido.

CAPÍTULO XIII

Tom se decidió entonces. Estaba desesperado y sombrío. Era un chico, se decía, abandonado de todos y a quien nadie quería: cuando supieran al extremo a que le habían llevado, tal vez lo deplorarían.

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