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Surgían recelos y aprensiones; se sentían intranquilos y descontentos; sin darse cuenta, dejaron escapar algún suspiro. Al fin Joe, tímidamente, les tendió un disimulado anzuelo para ver cómo los otros tomarían la idea de volver a la civilización... «no ahora precisamente, pero...»
Tom lo abrumó con sarcasmos. Huck, como aún no había soltado prenda, se puso del lado de Tom, y el vacilante se apresuró a dar explicaciones, y se dio por satisfecho con salir del mal paso con las menos manchas posibles, de casero y apocado, en su fama. La rebelión quedaba apaciguada por el momento.
Al cerrar la noche, Huck empezó a dar cabezadas y a roncar después; Joe le siguió. Tom permaneció echado de codos por algún tiempo, mirando fijamente a los otros dos. Al fin, se puso de rodillas en gran precaución y empezó a rebuscar por la hierba a la oscilante claridad que despedía la hoguera. Cogió y examinó varios trozos de la corteza enrollada, blanca y delgada del sicomoro, y escogió dos que al parecer le acomodaban. Después se agachó junto al fuego y con gran trabajo escribió algo en cada uno de ellos con su inseparable tejo. Uno lo enrolló y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta; el otro lo puso en la gorra de Joe, apartándola un poco de su dueño. Y también puso en la gorra ciertos tesoros muchachiles de inestimable valor, entre ellos un trozo de tiza, una pelota de goma, tres anzuelos y una canica de la especie conocida como «de cristal de verdá». Después siguió andando en puntillas, con gran cuidado, por entre los árboles, hasta que juzgó que no podría ser oído, y entonces echó a correr en dirección al banco de arena.
CAPÍTULO XV
Pocos minutos después Tom estaba metido en el agua somera de la barra, vadeando hacia la ribera de Illinois. Antes de que le llegase a la cintura ya estaba a la mitad del canal. La corriente no le permitía ya seguir andando, y se echó a nadar, seguro de sí mismo, las cien varas que aún le faltaban. Nadaba sesgando la corriente, aun si ésta le arrastraba más abajo de lo que él esperaba. Sin embargo, alcanzó la costa al fin, y se dejó llevar del agua por la orilla hasta que encontró un sitio bajo y salió a tierra. Se metió la mano en el bolsillo: allí seguía el trozo de corteza, y, tranquilo sobre este punto, se puso en marcha, a través de los bosques, con la ropa chorreando.